Cada década tiene su crisis, pero la de los cincuenta es capital. A partir de ingresar en ella pueden darse por perdidos los últimos signos de juventud. Se suele hablar de un joven, de un hombre o una mujer de cuarenta y tantos años, pero en cuanto se pasa de los cincuenta lo apropiado es designarlos como señores. Por efecto del comportamiento de los demás y, por si faltaba poco, de la propia constatación en el espejo, el cincuentón asume gradualmente una diferente entidad en el vestido, en la conducta, en las ambiciones, en los posibles cortejos, en los modos de pensar o de sentir. Sin quererlo, y sin verse necesariamente culpable, la nueva edad representa una metamorfosis completa.
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